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Detroit: Become Human

Detroit: Become Human y el precio de la libertad

Una mirada filosófica: David Cage lleva la dialéctica del amo y el esclavo hasta las últimas consecuencias en su nuevo juego.

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Un mes después del lanzamiento de Detroit: Become Human, el nuevo trabajo de Quantic Dream, no cabe duda de que se trata del título más completo del estudio parisino y en el que su director David Cage vuelca todos los conocimientos adquiridos durante años puliendo un estilo de juego que cuenta con amantes y detractores a partes iguales. En nuestro análisis valoramos su apuesta por la inmersión en un universo que parte de una sobresaliente puesta en escena de sus actores para plantear temas de tanto calado como el racismo, la maleabilidad de la opinión pública o el utilitarismo. Si bien muchos de ellos no llegan a desarrollarse o transitan por lugares comunes, suponen un valor añadido a una aventura que basa sus mecánicas en la toma constante de decisiones.

Detroit: Become Human acierta por momentos en aquello en lo que palidecía Beyond: Dos Almas. Si el público mayoritario no conectó con el juego protagonizado por Ellen Page fue en parte por la pobreza de un guion en el que los continuos saltos en las unidades de tiempo y espacio dejaban en evidencia la incapacidad narrativa de David Cage. Muchos de esos tics siguen presentes en Detroit como demuestran las continuas elipsis, fundidos a negro o situaciones que lejos de sentirse como un todo parecen haber sido diseñadas como ideas independientes cohesionadas a última hora tan solo por exigencias del texto. Sin embargo, el impacto que ejercen las acciones que lleva a cabo el jugador en la hoja de ruta de los personajes cobra mayor relevancia, haciendo que el miedo a sacrificar cualquier posibilidad en las vidas de Connor, Kara y Markus se convierta en la gran virtud del juego.

Todo lo anterior, no obstante, entronca con el nulo sentido de la escala que sacude los trabajos de David Cage. Las aventuras del estudio funcionan mejor en las distancias cortas, en aquellas situaciones en las que la elección se centra en la cotidianidad y huye de esa épica autoimpuesta que como jugador te separa emocionalmente de lo que ocurre en pantalla. Cuando Detroit: Become Human alza el vuelo es cuando pone el ojo en el peso de sus diálogos y acciones menores que, aunque a priori puedan parecer triviales, marcan la diferencia cuando, al acabar cada capítulo, vislumbramos en la tabla de flujo cómo han desencadenado diferentes respuestas. Son esas las que ponen en relieve el mensaje que subyace en el juego y sobre el que orbita la trama de sus protagonistas: el concepto de la identidad.

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Hasta ahora Quantic Dream había relegado a un segundo plano las consecuencias de nuestras acciones en Heavy Rain y especialmente en Beyond: Dos Almas, dando pie a que las contradicciones argumentales no impidiesen la resolución de las historias que querían contar. Sin embargo, son esas contradicciones las que rigen nuestra vida y, como les ocurre a los androides en Detroit, definen quiénes somos. En cierto punto de la trama, los divergentes del juego deben replantearse cuál es su papel en un mundo regido por quienes les han creado y donde los límites de su propia voluntad están escritos en su código de programación. Al igual que la reflexión que hace Philip K. Dick en su conocida ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, como jugadores se nos coloca continuamente en tesituras en las que cabe preguntarse qué es más humano, si un androide que se comporta como humano o aquellos que, pese a estar vivos, solo lo hacen en apariencia.

No son reflexiones abstractas fruto de un análisis sesudo, sino que se trata de un conflicto que inunda las calles de esta Detroit futurista en la que se suceden las revueltas ante el auge de la inteligencia artificial y el temor de los humanos a perder aquellos derechos que consideran legítimos. Es ahí donde entra en juego la dialéctica del amo y el esclavo que planteaba el filósofo alemán Friedrich Hegel. Estamos rodeados de contradicciones y continuos conflictos que nos definen como individuos. Los divergentes empiezan a adquirir conciencia cuando emana de ellos la necesidad de pronunciarse como seres independientes con nombres y apellidos. Ser es diferenciarse del resto, mostrarse desigual, oponerse y, en última instancia, entrar en contradicción.

¿Pero cómo resolver dicha contradicción? Hegel explicaba que la mente humana necesita el reconocimiento de otras mentes, interactuar y poner en relación la visión que cada uno tiene del mundo. Es así como los androides para demostrar su humanidad deben ser aceptados por quienes los crearon y aceptados como iguales. Sin embargo, eso genera una batalla por ver cuál de las dos visiones del mundo será la que prevalezca y cuál será la que reconozca a la contraria, es decir, cuál se va a someter frente a la otra. El paradigma se origina porque ninguna puede acabar definitivamente con la opuesta, ya que sin una de las dos ya no podrá obtener ese reconocimiento buscado; de ahí que deba someterla, llevar a cabo una relación amo-esclavo. La mente que valora más la libertad que la vida será el amo, mientras que quien prioriza la vida frente a la libertad se convierte en el esclavo.

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De ahí que el miedo a la muerte sea la principal causa de opresión en el mundo según Hegel. Esto, en el contexto del juego, se observa cuando Markus llega a Jericho y descubre que la vida de los suyos tiene una duración limitada que los sitúa en un estado de dependencia a merced de quienes los fabricaron. La comprensión de su propia muerte es la que marca la huida hacia adelante que emprenden en forma de revolución y pasa, en cualquiera de los casos, por buscar el reconocimiento de quienes solo ven en ellos máquinas sin conciencia. En esa relación que se establece entre amo y esclavo ambos se necesitan mutuamente. Los humanos, pese a adoptar el rol de amo, no son completamente libres porque dependen de la existencia y sometimiento del esclavo como demuestra la abundante presencia de androides en todos los estratos de la sociedad, desde su uso doméstico hasta en las fábricas.

Por su parte, el esclavo al ser consciente de su situación es capaz de entender su existencia por derecho propio para así sublevarse en contra del amo. En el personaje de Connor vemos esa evolución en su forma de pensar evitando rebelarse y racionalizar su esclavitud. Su arco argumental pasa de aceptar su papel como subordinado a órdenes de los humanos que debe dar caza a sus iguales para más adelante derivar en una visión escéptica que le hace dudar sobre su propio concepto de libertad. Las similitudes con el personaje de Deckard en Blade Runner son más que evidentes y el futuro cercano en el que transcurre la acción del juego, el año 2038, no impide que sus mensajes existencialistas y políticos se den la mano de una forma más o menos coherente. El propio menú del juego de forma reiterada nos compromete como jugador a actuar como amo o esclavo interpelándonos con alusiones a acontecimientos que acabamos de vivir en la aventura. Es cierto que en ocasiones la falta de sutileza a la hora de presentar estas ideas llega a sonrojar por ser poco imaginativa, pero eso no resta validez al discurso.

La libertad es la alargada sombra que buscan desorientados los personajes y, en cierta forma, una metáfora de aquello que desde su concepción como estudio Quantic Dream persigue incansablemente. La rama de opciones es más amplia que nunca y eso también conlleva un alto precio en lo que respecta a la responsabilidad que acarrean sus consecuencias. Esto es lo que hace de Detroit: Become Human la obra más madura de David Cage, pues si bien tramas como la de Kara o momentos excesivamente sentidos patinan en su intento de abordar cuestiones reflexivas, en todo su universo prevalece una pregunta para la que quizás no encontremos respuesta ni tras la pantalla de créditos, invitando así a rejugar sus capítulos. ¿Qué es más valioso, la libertad o la vida?

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